Aventuras de la ornithosuchus
Una brumosa mañana, hace 225 millones de años, ornithosuchus se despertó ansiosa por ir de caza. Ornithosuchus parecía un cruce entre un caimán y un terópodo, ya que usualmente caminaba sobre sus patas traseras, pero era una arcosauria no emparentada con el suborden del famoso tiranosaurio. Media unos tres metros, pesaba alrededor de doscientos kilos y poseía una mandíbula fuerte con dientes afilados. Sus presas eran los rebaños de dicinodontes y otros reptiles mamiferoides similares. Esa mañana la arcosauria se estiró y sacudió la tierra de su cuerpo antes de emprender el camino desde su guarida en el nacimiento del río al bosque de coníferas y helechos que se extendía por el valle.
Al adentrarse en la tupida selva de helechos, equisetos y lycopodios ornithosuchus se sentía observada por una miriada de pequeños ojos; en ese entorno sombrío se desplazaba cautelosa sobre sus cuatro extremidades. Con los sentidos alerta se alzaba de cuando en cuando brevemente desde sus patas traseras para olisquear los aromas que corrían sobre la maleza. El aire era húmedo y el vapor se arremolinaba alrededor de su cuerpo. Durante el trayecto aparecieron en el horizonte nubes amenazadoras que batían contra la cumbre de un volcán humeante. Comenzó a tronar y llover con fuerza, pero ornithosuchus, habituada al agua, se sentía cómoda con la lluvia que caía sobre su piel.
Mientras avanzaba a través de la yerba curioseando descubrió gran número de criaturas que se refugiaban entre los troncos de los ginkgos. Había allí arañas de largas patas rojizas, anfibios escurridizos de ojos saltones y amarillos, y nerviosos lagartos de un verde tan brillante como la vegetación que los rodeaba. Todos eran animales demasiado pequeños o demasiado rápidos como para que valiera la pena molestarse en cazarlos. Ella buscaba piezas más grandes y estaba atenta a los movimientos que agitaban la maleza; sin embargo, rehuía transitar por los lugares más frondosos de aquella jungla sombría, ahora todavía más oscura por las nubes que cubrían el cielo y producían aquel diluvio.
Un ruido atronador llamó su atención. Se detuvo. Oteo a su alrededor, pero distraída por el crepitar de la lluvia, no percibió el peligro que acechaba. De nuevo escuchó otra gran detonación y miró hacia arriba. El volcán estaba arrojando fuego y gigantescas piedras incandescentes. El suelo tembló. Aprovechando la distracción, varios cynognathus salieron de entre los arbustos y rodearon a la arqueosauria. Era una pandilla de malencarados terápsidos de aspecto perruno, algo más grandes y voluminosos que ornithosuchus y, aun así, más ágiles y rápidos. Y eran muchos porque, como los cánidos que surgirían millones de años después, los cynognathus también cazaban en manada.
Ornithosuchus se alzó tratando de aprovechar su altura, pero justo antes de que los cynognathus saltaran sobre ella, el terremoto estalló sacudiendo con violencia a plantas y animales. Todos corrieron tratando de evitar las profundas grietas que se abrían en la tierra o intentando esquivar los troncos que se desplomaban sobre ellos. Ornithosuchus corrió en todas direcciones junto a los cynognathus, salvándose por poco de caer en los grandes hoyos que surgían de repente. Pero enseguida, llegó la calma. Los depredadores desaparecieron asustados, y aquella mañana ornithosuchus salió sana y salva de la selva. Bajo un cielo despejado el Sol radiante la acompañó en su camino de vuelta hacia su guarida en el río.
Como remate de ese día afortunado, ornithosuchus pudo atrapar a un pequeño tritylodon, otro reptil mamiferoide que campaba por entre las rocas del lecho del río pescando con su grupo. De no haber muerto habría sido un eslabón clave de una serie de ramitas del gran árbol de la evolución que habrían llevado a la emergencia de los humanos inteligentes.