Sherlock Holmes y "Los Meneantes" (IV)
CAPÍTULO IV
Thurston se volvió a ella. La conversación me fue traducida luego por mi amigo .
- Buenas tardes, Hermana. Ya me conoce, soy Mr. Thurston. Sé que no son horas de visita, pero me preguntaba si podía enseñar la Sociedad a unos amigos que han llegado hoy de Londres con intención de invertir en ella. Quizás si nos permitiera hablar con los administradores…
La Monja (cuando pienso en ella, siempre uso la mayúscula) sonrió desdeñosamente, lo que hizo que apareciera la mella entre los dientes y le dio un aspecto repulsivo. Era una sonrisa de quien disfruta siendo desagradable.
- Mr. Thurston, la TOS 1 es inflexible. No puedo permitirle ni hablar con los administradores, que están muy ocupados, ni visitar los locales e interferir con el trabajo de los empleados.
- No quisiéramos molestar, Hermana, pero mis amigos son personas muy ocupadas y tienen que volver a Londres muy pronto. Se trata de Sherlock Holmes y su amigo el doctor Watson – Thurston me dijo que había utilizado nuestros nombres a modo de “Sésamo, Ábrete”.
Funcionó. La Monja nos miró con una ojeada malévola. Entonces me di cuenta de que mi amigo permanecía con los ojos bajos, mirando al suelo, sin atreverse a dirigir la vista a la Monja del hueco en los dientes ¿Tan terrible era su presencia que hasta el Gran Detective se mostraba cohibido?
- Siendo así, creo que podremos hacer una excepción –yo no entendía sus palabras, pero su tono de voz no era de quien hace un favor, sino de quien prepara una jugarreta. Después se dirigió a la otra vigilante, la que aún no conocíamos- Hermana, estos caballeros desean ver a nuestros administradores. Acompáñelos, por favor.
La tercera vigilante –Thurston nos dijo luego que solía haber tres vigilantes en cada turno, hombres o mujeres; además de los gorilas, encargados de aplicar las disciplinas- era también monja, aunque era menos imponente que la de la mella. También era obesa, pero parecía enferma: el color de su cara era de un amarillento verdoso; pero no despertaba compasión, sino repulsión: hacía pensar en crueldad y bilis retenida.2 Thurston nos comentó después que los mendigos la apodaban “Limalimón”.
Dirigidos por Limalimón, caminamos hacia el fondo del comedor, donde una escalera subía hacia las oficinas. Me di cuenta de que Holmes continuaba con la cabeza baja, como si las monjas le acobardaran.
Limalimón llamó a la puerta y entramos al despacho. Un ventanal, que ocupaba una de las paredes, permitía a los ocupantes vigilar el piso de abajo, pero desde el comedor no se podía ver el interior de la oficina. Había dos personas. Una mujer de pecho opulento, peinada con un moño canoso inmenso, que daba grandes chupadas a un grueso y maloliente puro y que respondía al nombre de Carmen; y un hombre cuarentón, grande, con anteojos de búho que le daban cierto aire de bobalicón, y al que llamaban ZoteZote (dos veces porque le costaba entender las cosas; también comentaban que su mal genio era legendario).
No me extenderé en la conversación que mantuvieron porque las supuestas inversiones en la Sociedad eran sólo una coartada. Mi amigo me dijo luego que había aprovechado la charla para preguntar por la marcha de la empresa, a lo que Carmen (que llevaba la voz cantante) respondió que iba viento en popa, y que nuestros ahorros estarían muy bien invertidos en ella. Ocultaron cuidadosamente la reciente disminución de "Meneantes", negando los rumores que -según Holmes- había oído del personal del Hotel. Todo iba bien, y pronto esperaban abrir sucursales, dijo Carmen.
Holmes preguntó también por la conducta seguida con los ocasionales -esperaba él- brotes de indisciplina, como el que habíamos visto abajo. Se produjo un tenso silencio. ZoteZote abrió la boca, pero Carmen le silenció con un gesto, y explicó que, entre tanta gente, enfermos alcohólicos, desnutridos, siempre había personas de difícil trato, incluso agresivos, pero el personal de la Sociedad estaba sobradamente cualificado para controlar estos problemas. Tenían hasta una enfermería, dijo, pero desgraciadamente no podíamos visitar los dormitorios y otras estancias sin permiso de los dueños. Aprovechando el pie que se le daba, Holmes pidió una cita con ellos a la máxima brevedad. Dejó la dirección de nuestro alojamiento, para que se nos enviase un telegrama cuando los señores Ipunto y More pudiesen recibirnos.
Salimos a la calle -respiré profundo- y Holmes, una vez se aseguró de que nadie nos seguía, se frotó las manos con una suave carcajada.
- ¡Aguas profundas, Watson! Ya vi me miraba con pena cuando creyó que estaba cohibido por la Monja... No, amigo, le miraba la suela del calzado. Barro, orines, incluso sangre. Y las otras vigilantes y gorilas igual. Mucho me temo que tienen en ese antro unos bonitos calabozos. Y el hombre... ¿Vio cómo crispaba la mano y mandíbula para contener la rabia? Un verdadero bruto... muy peligroso. Bien, amigos, vayamos a cenar y hacer planes.