No podemos hacer milagros: historia de una muerte prematura
El primer paso para que una Administración no funcione, es dotar a sus funcionarios de una pequeña parte de los recursos materiales y humanos que precisan para realizar su trabajo. Esta situación provoca un efecto en cadena que acaba dinamitando cualquier atisbo de eficiencia. Porque, si un funcionario debía trabajar a un nivel de rendimiento 10 y se le dan medios para que lo haga a un nivel de rendimiento 6, muy probablemente acabe haciéndolo a un nivel de rendimiento 4, usando para ello el argumento de que si los de arriba no cumplen, él no va a ser el mártir que multiplique los panes y los peces. Y los de arriba tampoco se lo reprocharán, primeramente porque están a otras cosas y, en segundo lugar, porque si lo hacen el funcionario tendrá muchas cosas que echarles en cara, y no conviene que se digan en voz alta.
A la anterior lógica escapa un cierto porcentaje de los funcionarios que, o bien hacen todo lo que pueden con los medios que les dan, o bien hacen mucho más de lo que objetivamente podrían realizar con esos recursos, matándose a trabajar e hipotecando incluso su tiempo libre para que las cosas funcionen del mejor modo. Lamentablemente, este porcentaje no es ni mucho menos todo lo amplio que la sociedad precisaría para suplir de un modo medianamente eficiente la indolencia y la corrupción de los políticos.
Yo trabajaba en un instituto público como profesor de Historia. Las clases estaban masificadas, la plantilla era escasa, los recursos que se nos daban claramente insuficientes y, para colmo, la ubicación del centro (un barrio muy deprimido de la ciudad) provocaba que nuestro trabajo fuese especialmente penoso. Las carencias culturales, afectivas y cívicas de los alumnos son difícilmente colmables por un profesor que pasa 4 horas de lunes a viernes con ellos sin los medios más básicos para hacer su trabajo, máxime cuando en sus casas, calles y lugares de ocio ven exactamente lo contrario de lo que les inculcas. Para colmo, la barrera idiomática de la legión de alumnos extranjeros que teníamos requería un apoyo específico que la consejería de educación no nos daba.
Todo esto provocaba que muchas de las clases acabasen siendo un paripé donde el profesor recitaba el libro mientras un alumno se levantaba velozmente para enseñar el culo a sus compañeros y sentarse a toda prisa mientras todos reían a carcajadas. El profesor, sabiendo lo que estaba pasando, seguía cubriendo el expediente y fingía no enterarse. Igual que cuando se daban puñetazos furtivos por debajo de la mesa, se insultaban en voz alta o llegaban a caerse hacia atrás con las sillas mientras intentaban hacer equilibrio sobre una pata.
Un año tuve una alumna totalmente diferente. Se llamaba María, era profundamente tímida y con un nivel cultural ciertamente elevado. Su madre era limpiadora y de su padre no sabía nada prácticamente desde su nacimiento, pero su amor por el conocimiento había provocado que dedicase su tiempo libre a la biblioteca municipal, donde devoraba desde relatos fantásticos a obras filosóficas de cierta enjundia hasta para un adulto. María no era fea, pero se preocupaba muy poco de su aspecto. Siempre llevaba ropa muy holgada y pasada de moda, en contraposición con los insinuantes tops y minifaldas de sus compañeras. María era diferente y no se molestaba en ocultarlo. Y eso le pasó factura.
Cada mañana su pupitre tenía alguna pintada nueva: bollera, cacho mierda, monstrui, cosa rara...Del mismo modo, la violencia en la clase (que solía ser recíproca y producirse entre alumnos acostumbrados a ella) empezó a focalizarse en María. Zancadillas, escupitajos, lanzamiento de objetos...tanto dentro como fuera del aula. Muchas veces esto ocurría con el propio profesor en clase, que seguía el protocolo habitual y miraba hacia otro lado, pues el último compañero que se había atrevido a denunciar a un alumno ante la directora y provocar que fuese llamado a su despacho (aunque sin mayores consecuencias), acabó recibiendo un puñetazo de su padre.
María siempre respondía con el silencio, su gesto nunca variaba y jamás le vi llorar. Pero cualquier observador mínimamente hábil podía ver que estaba al borde del colapso. Me enfrenté con varios de sus acosadores que, dependiendo de su grado de salvajismo, me respondían negando los hechos o directamente eructándome en la cara. Y terminé acudiendo a la directora. Me replicó con el manido "son cosas de los chavales, pasa en todas las aulas" y, cuando le resalté la especialidad del caso, acabó diciéndome que si su madre lo pedía intentaría tramitar el cambio de centro, pero que ella no se iba a meter enmedio del Vietnam para que algún padre acabara dándole un navajazo a la salida, y me resaltó que bastante hacíamos con cumplir nuestra jornada con los medios que nos daban.
Intenté hablar asiduamente con María para hacerle más soportable aquel infierno. Le dije que en pocos años todo esto pasaría, que su futuro estaba en la universidad y allí haría grandes cosas, que hablaría con su madre para que le llevasen a un centro menos conflictivo. Ella me replicó diciendo que no quería preocupar a su madre porque bastante tenía con su trabajo, y que de todos modos tampoco era tan importante. Me dijo que nada de este mundo le parecía verdaderamente importante, y que siempre había sentido que estaba de paso por aquí, y que su felicidad estaba en otra parte.
Alarmado por estas palabras, corrí a hablar con la directora y le dije que si no solucionaba la situación ahora mismo acudiría a la prensa. Gracias a estas palabras mágicas, accedió a llamar a su madre y citarla para la semana próxima, a fin de tramitar el cambio de centro con la máxima celeridad. No dio tiempo: María se suicidó un viernes al salir de clase, tirándose al tren.
Ahora el juez competente está instruyendo los hechos y se ha imputado a cuatro de mis alumnos más violentos. La directora echa balones fuera y dice que no sabía nada. Ni siquiera se atreve a denunciar ante los medios la falta de medios que sufrimos, porque quiere seguir siendo directora. Mis alumnos serán condenados y pasarán unos años en un centro de menores, que será la antesala de las múltiples condenas carcelarias que tendrán a lo largo de su vida. Mientras, en el instituto seguiremos interpretando el triste teatro de siempre, nos seguiremos echando las culpas unos a otros por lo bajo, y yo rezaré para que ningún alumno que no sea lo bastante duro para sobrevivir en nuestra selva, tenga la mala suerte de entrar en ella.