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Sherlock Holmes y los Meneantes (X)

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Limalimón se dio cuenta de nuestra presencia y calló. Luego nos gritó1:

-¿Qué hacéis vosotros aquí? ¿Quién os ha dejado entrar? ¡Largo, maldita sea! ¡Despellejaré a ese maldito Torso!

- Señora… -dijo Holmes quejumbrosamente- por caridad de Dios… No nos deje en la calle con este frío y en estos días del nacimiento de Jesús…

La monja sonrió malignamente y le dijo a su acompañante:

- Gordo, haz algo útil. Lleva a estas piltrafas a las habitaciones inferiores, y asegúrate de que queden bien instalados… Que te ayude el Tontolito.2

El Tontolito era uno de los gorilas, brutos que servían como colaboradores de la CHUPI.

Nos dejamos llevar por Gordosexy y el Tontolito, no a los cuartuchos donde alojaban a los nuevos, sino hacia el sótano donde estaban los calabozos. Sus intenciones estaban claras.

Nos abrieron la puerta de una de las celdas y entramos en ella; la sonrisa depravada del Gordo me hacía pensar que se relamía pensando en un placer anticipado… de un tipo que prefiero no comentar.

Pero cuando el Tonto se adelantó para golpearnos y, seguramente, atarnos, Holmes sacó su porra y exclamó:

- ¡Yo al Tonto y usted al Gordo, Watson!

No me hice de rogar, y reconozco que asesté un porrazo con todas mis ganas al pervertido: su mirada no me había gustado nada3

Atados y amordazados convenientemente, dejamos a los dos canallas. Antes de subir, miramos en el resto de celdas: sólo vimos a la Ardilla, que dormía una de sus borracheras, revolcándose en un charco de sus vómitos y su orina.

Subimos con precaución la escalera, pero cuando íbamos a salir al Gran Comedor, vimos que se acercaba un gigante que musitaba “Facciosoooos”. Recordé que era una mujer, Petra Dea, y me asombré de su tamaño. Holmes me hizo un gesto que significaba “los dos a la vez” y abrió suavemente la puerta, poniéndonos cada uno a un lado del quicio. Funcionó. Cuando la mujer entró al rellano de las escaleras para investigar, nos abatimos al unísono y la derribamos con seis o siete golpes de porra sabiamente administrados4. Holmes cerró la puerta y empujamos escalones abajo a la mole, que luego arrastramos con dificultad a otra celda, donde la dejamos encerrada.

Libres de enemigos por el momento, subimos al Comedor, y luego a la Oficina. Subimos en silencio las escaleras, y antes de entrar escuchamos unos momentos. Dentro, Limalimón discutía con La Monja Mellada.

- Mira –decía esta última- yo no me dejaré enganchar. Hay demasiado movimiento, con ese detective inglés, la detención de Diestro y de Miquitus, y a mi Ipunto no me va a dejar tirada…

- Te digo lo mismo. Antes le decía al Gordo que, donde estamos, ya da igual que nos deshagamos de más gente. Los mendigos nada saben, pero hay que eliminar a los vigilantes, esos nos pueden perder.

Holmes abrió la puerta, empuñando la pistola.

- ¡Qué interesante, señoras! Quietas. Las manos, arriba. Si creen que por ser mujeres no vamos a disparar, se equivocan. -mi amigo se apartó para dejarme paso- Todo el edificio está rodeado por policías de confianza, dispuestos a entrar a mi llamada y a detener a todo el que se halle dentro. Pero les ofrezco un trato. Si colaboran, prometo hacer todo lo posible para evitarles la condena a muerte por garrote vil.5 Si no me ayudan, me desentiendo de ustedes. Decídanse ahora: empiecen por indicarme donde están las listas de empleados de la Sociedad: administradores, vigilantes…

Las monjas nos miraron con odio. Finalmente, Limalimón hizo un gesto señalando a un pequeño archivador en un estante. Holmes se acercó. No tenía la llave, pero se trataba de una cerradura sencilla, que cedió con una de sus ganzúas.

- Muy interesante…

Todo plan complejo puede tener una complicación. En este caso, se trató del estúpido Dupla que, tras pasar un rato con una prostituta en una de las habitaciones, salió a estirar las piernas por una puerta lateral. Quiso la mala suerte que uno de los policías apostados hacía sombra; Dupla lo vio, se fijó bien, y vio varias personas escondidas en la oscuridad. Su cerebro suspicaz, que consideraba su obligación no dejar pasar a nadie, se alertó y entró en el edificio gritando:

- ¡Alerta! ¡Nos atacan!

El ruido atrajo a Holmes hacia el ventanal. Viendo que la alerta estaba dada, sacó un silbato de entre sus ropas y lo hizo sonar, lo que era la señal de asalto.

De repente, la Monja Mellada se abalanzó sobre Holmes con los dedos engarfiados para intentar arrancarle los ojos. Holmes se agachó y, aprovechando el impulso de la Monja, la lanzó hacia atrás.

La Monja, dando un horrible grito, destrozó el ventanal y cayó en el Gran Comedor, donde quedó, muerta, sobre las baldosas.

Limalimón corrió hacia las escaleras; le apunté con mi pistola, mas no pude disparar a una mujer. Pero, desgraciadamente para ella, se enredó las piernas en su hábito y cayó, rodando, hasta que quedó hecha un guiñapo, con el cuello roto, en el rellano inferior.

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