La Europa moderna
Si quieres comprender la Europa moderna y el mundo, debes tener en cuenta distintos factores, algo relacionados entre sí.
Primero, la necesidad casi universal de odiar algo, con razón o sin ella, descargar en él nuestro propio mal, y luego destruirlo. Los espíritus enfermizos necesitan de ese odio. Odian así a sus vecinos, sus mujeres, sus maridos, sus hijos, o sus padres. Pero se exaltan sobre todo odiando a los extranjeros. Al fin y al cabo, una nación es, principalmente, una sociedad fundada para odiar a los extranjeros, una especie de club del odio.
El segundo factor es el evidente desorden de la economía. Los poderosos tratan de gobernar el mundo para su propio beneficio. Hasta no hace mucho lo consiguieron, pero ahora la situación se les está escapando de las manos. El caos en que vivimos tiene esa raíz. Los pobres, naturalmente, odian a los ricos que han creado este caos y no pueden salir de él. Los ricos tienen miedo, y por el mismo motivo odian a los pobres. La gente no entiende que si el odio no fuese una necesidad profunda, el problema social sería, por lo menos, enfrentado con inteligencia.
Y por último, la idea, cada vez más difundida, de que la cultura científica es un error. No quiero decir que la gente dude del valor de la ciencia. Es algo más profundo. Sienten que la vida moderna es decepcionante. Hay algo de muerto en ella, algo estéril. Este horror a la cultura moderna, la ciencia, la mecanización y la estandarización es más reciente que las doctrinas bolcheviques.
Los comunistas e izquierdistas en general echan la culpa de todo al capitalismo, pero aceptan en su esencia la nueva cultura. Son racionalistas, mecanicistas. Otros, en cambio, se rebelan. No saben por qué, pero sienten que esa cultura es deficiente. Algunos vuelven a las iglesias, especialmente al catolicismo. Pero ha pasado mucha agua bajo los puentes. Aquellos que no pueden tragar la droga cristiana buscan desesperadamente otra cosa, aunque no saben qué. Y esta profunda necesidad, a veces inconsciente, se confunde con el odio, y si el hombre pertenece a la clase media, con su temor a la revolución social, cualquier truhán, cualquier ambicioso puede utilizar rápidamente esta mezcla de temor y odio. Así ocurrió en Italia, y así ocurrirá en otras partes. Apuesto a que dentro de pocos años habrá en Europa todo un movimiento contra la izquierda, inspirado parcialmente en el temor y el odio, y en la vaga sospecha de que algo anda mal en la cultura científica. Es más que una sospecha intelectual. Es una certeza que viene de las entrañas, una especie de hambre real brutal y ciega. ¿No la sentiste en Alemania el año pasado? Una profunda repugnancia, todavía inconsciente, a la máquina, la razón, la democracia y la cordura. Un confuso deseo de enloquecer, de convertirse de algún modo en un poseído. Poco costará a los enriquecidos cultores del odio utilizar esas tendencias, basadas en una confusa mezcla de búsqueda de sí mismo, odio, y esa hambre del alma, tan valiosa, pero tan fácilmente inclinada a la crueldad. ¡Si el cristianismo pudiera absorber y disciplinar ese apetito! Pero el cristianismo ha muerto. Estos hombres inventarán probablemente alguna espantosa religión privada. Su dios será el del club del odio, la nación. Los nuevos mesías (uno para cada tribu) no triunfarán por la bondad, el amor, sino por la execración y la brutalidad. Pues eso es lo que todos vosotros deseáis realmente, lo que duerme en lo hondo de vuestras entrañas y mentes enfermas.
Olaf Stapledon, Juan Raro (1935)