Mi propósito estaba claro: descubrir no solo su capital, La Habana, y su playa más visitada, Varadero, sino vivir el resto de la isla. Después de aproximadamente tres horas de vuelo desde Bogotá, una visa de quince dólares y un "Bienvenido, señor, a Cuba", me encuentro en un taxi que me recuerda películas como la de Dick Tracy y las de Al Capone. El conductor, un hombre mulato, improvisa como guía turístico mientras recorremos las avenidas casi desoladas de La Habana. Identifico, antes de que el taxista me lo indique, la Plaza de la Revolución.