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Sherlock Holmes y Los Meneantes (VI)

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Holmes me contó que consiguió reanimar al mendigo con un poco de agua de una escudilla sucia que había por ahí. Intentó confortarle y darle esperanza, pero el pobre estaba extenuado y, tras decir unas pocas palabras, expiró.

- Ya puede imaginarse mi indignación, Watson. Deseé tener a todos ante un pelotón, desde el Zote a la Monja, y sobre todo a Barrodos, y fusilarlos. El indigente sólo pudo musitar una advertencia a quien creía un amigo: “Desaparecen! ¡No informan!”… Voy teniendo una teoría, Watson, pero aún no puedo aclarar el caso 1 Registré sus pertenencias, pero no encontré nada. Entonces oí que volvía Barrodos, y salí, refugiándome al fondo del pasillo.

Barrodos entró al calabozo, pero salió enseguida, posiblemente para avisar de la muerte del mendigo. Holmes se disponía a seguirle, cuando oyó ruido en una celda cercana. Con cuidado, abrió la puerta (no estaba cerrada) y vio… a la Ardilla, borracho como un coronel, roncando a pierna suelta.

- Dada su borrachera, pude explorarle sin problema. En lugar de las horribles señales que presentaba el otro infeliz, Ardilla presentaba señales de azotes poco profundas, como si se hubiera utilizado un trapo para polvo. Watson, no le tenga tanta pena. Es un infeliz, medio loco y medio lelo, que utilizan para reírse de él y asustar al resto de mendigos. Sin duda, sus gritos de alienado aterrorizan a los demás. Y a él le dan de beber y comer en abundancia. En cuanto a los castigos que decía haber sufrido Anteo… puede que alguna vez le dejen sin postre, sí –dijo Holmes rabioso.

Mientras tanto, Anteo y la Monja habían llegado a la celda del muerto, y Holmes aprovechó para deslizarse hacia el Gran Comedor. Al pasar por la puerta, oyó que la Monja recriminaba a Barrodos, pero más fastidiada porque había matado a “otro” en su turno que alarmada o enfadada.

Holmes entró al Comedor pero, al abrir la puerta, hizo un ruido. Un coloso, al otro lado de la estancia, salió de entre las sombras. Repetía continuamente “Facciooso, Facciooso2 y se dirigió a la puerta de los sótanos, buscando la causa. Mi amigo se agachó bajo un aparador. El gigante se acercó a la puerta. Apenas le separaban unos metros del escondite de mi amigo.

- ¡Petra! ¡Petra Dea! –llamó la Monja- ¡Ven a echar una mano!

- ¡Se trataba de una mujer, Watson! ¡Una mujer monstruosa! Y me alegré por mí de la llamada de la Monja, y recé por el futuro de la Humanidad si las mujeres evolucionan así –dijo mi amigo, risueño por primera vez durante su relato.

Holmes siguió hasta a las escaleras que llevaban a la Oficina. Comprobó que había oscuridad dentro, un silencio absoluto, y abrió la puerta con mucho cuidado. No había nadie.

A la luz de un fósforo3, revisó rápidamente los papeles encima de la mesa, sin encontrar nada –como esperaba- y, dado que no podía contar con mucho tiempo mientras los canallas de la Sociedad se deshacían del cadáver (algo a lo que debían estar acostumbrados) abrió los archivadores para escrutar los documentos4.

Después de unos minutos de lectura de algunas fichas y papeles, Holmes escuchó que se volvía a abrir la puerta de los sótanos, y asomándose con cuidado al ventanal observó que la monstruosa Petra llevaba, con facilidad, el cadáver del infeliz mendigo, mientras que los otros se aseguraban que nadie viese nada. Se dirigieron, no a la puerta principal, sino a un portillo que –calculó Holmes- debía abrirse a un callejón lateral.

- Pensé rápidamente –me dijo mi amigo- Una vez se libraran del cadáver, pudiera ser que alguno de ellos subiese a la oficina, tal vez para deshacerse de la prueba de la existencia del mendigo. Permanecer allí era arriesgado. Sustraje algunas cartas y otros documentos (lamenté no conocer el nombre real del fallecido, ni de Ardilla, o Dupla) y salí, cuidando de no dejar huellas.

La huida fue fácil; Holmes se escondió en la oscuridad y, cuando los matones regresaron (la Monja subió al despacho, efectivamente) se escabulló por el portillo por donde habían salido antes.

- Daba a un patio cerrado por ambos extremos, Watson; así no hay riesgo que les sorprendan. En el centro, una tapa de alcantarilla, demasiado pesada para que yo sólo la pudiese levantar. Pero, pegando la oreja al suelo, pude oír el rumor de un torrente, no el silencio de la alcantarilla. De modo que allí se deshacen los cadáveres, seguros de que al día siguiente están en el río, como mínimo.

Este es el relato que me hizo mi amigo al volver al Hotel. A mis preguntas, se negó a desvelarme su teoría (“corrupción, asesinato, y alta política; no puedo decirle más por ahora”) y me dijo que hoy trabajaría con los documentos, quizás con algún calígrafo que nos facilitase Thurston, a la espera de la cita con los dueños.

Pero en eso le llevo ventaja. Mientras él dormía, nos llegó un telegrama del señor Ipunto, dueño de la Sociedad, citándonos para esta mañana, en el Hotel Palace.

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