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Sherlock Holmes y los Meneantes (V)

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Madrid. Hotel Inglés, 31 de Diciembre de 1888

Aprovecho que Sherlock descansa, tras la noche que pasó en los sótanos de la “Sociedad de Meneantes”, para actualizar mis notas con el relato que me hizo cuando volvió al hotel.

Durante la cena, Holmes nos distribuyó tareas.

- Lo siento, amigos, pero esta noche se perderán la diversión. Pero su papel será muy importante porque mantendrán al enemigo distraído. Sí, Watson, di a las monjas intencionadamente nuestro alojamiento para que nos espiaran, y poder andar más libre esta noche. Usted, Thurston, tiene que ir al bar del hotel, leer el periódico, dejarse ver, y repita a quien le pregunte que sus amigos, agotados tras el viaje, descansan. Watson, como nuestras habitaciones comunican por un baño interior, de vez en cuando pase a la mía, y muévase como si no pudiera conciliar el sueño. Cierre la puerta por dentro sin dejar la llave en el ojo de la cerradura. Póngase mi batín, encienda uno de mis malolientes puros, pero tenga cuidado de que por la cerradura no puedan ver su cara.1

El resto de la información me la facilitó Holmes cuando, esta mañana, apareció en mi cuarto.

Cuando volvimos de la visita a la Sociedad, Holmes se dio cuenta de que alguien había revisado nuestros cuartos; varios hilos de catgut2 -tan finos que eran casi invisibles- colocados por él en la cerradura de la puerta y de su baúl, estaban rotos. Por lo tanto, alguien había entrado. Es más, la ausencia de señales en la cerradura apuntaba a que alguno de los empleados con llave había sido sobornado o era compinche.

Afortunadamente –dijo Holmes- no descubrieron los compartimentos falsos donde guardo mis postizos. ¡Ah, Watson, este baúl vale cada una de las libras que pagué a Von Herder3 por fabricarlo!

Holmes se había fijado en los empleados y seleccionó a un muchacho que, por unas pesetas, le facilitó un uniforme del hotel (“Dos pueden jugar al mismo Juego del Soborno, Watson” me dijo). Subió a la última planta, donde –en el cuarto del joven- se disfrazó de mendigo. Después bajó por el ascensor4 hasta la entrada, fingió que se había colado por la terraza, y se dejó dócilmente expulsar por los recepcionistas.

Volvió al edificio de la Sociedad. Allí, un adormilado Dupla no fue difícil de engañar por un indigente que pedía protección contra el frío nocturno (“Ya me conoce, Watson; tengo dotes de actor; pero, de todos modos, cuando vea un idiota egocéntrico como éste, abusando de su situación de poder, no le preocupe exagerar humildad y contarle lo maravilloso que es: éxito garantizado5).

Luego -me dijo Holmes- le tocó enfrentarse con el personal de la sala. Dos de las monjas, y varios de los brutos, se habían ido; sólo permanecía la monja de la mella en los dientes, que fue quien le tomó la ficha (“Maligna, Watson, muy maligna; todo el proceso fue un duelo de ingenio; me tendió la ficha para que la rellenara, y luego para firmar, pero estuve a la altura, fingiendo ser analfabeto, y firmé con una X6, 7).

Holmes había leído los reglamentos y sabía que, por la noche, no obligaban a los nuevos ingresos a ducharse, sino que les hacían dormir en un cuartucho sin calefacción, con cuatro jergones de paja en el suelo y un retrete. Eso le permitió pasar desapercibido su disfraz, su juego de ganzúas, y la pistola.8

Sólo quedaba un camastro libre, y allí le dejó la monja, cerrando por fuera. Por lo que dedujo Holmes aquella noche, en el edificio pernoctaba el personal de guardia. Los administradores y vigilantes especiales (la CHUPI) dormían, si no se les requería, y sólo velaban los “gorilas”, como les había llamado Thurston: brutos sedientos de sangre.

Holmes abrió la puerta con sus ganzúas y se dirigió silenciosamente hacia donde se habían llevado a la Ardilla, unas horas antes. Bajó varios tramos de escaleras, y oyó unos gemidos, que le orientaron hasta la puerta de un calabozo.

Holmes entreabió la puerta, con sumo cuidado, y vio algo que le hizo apretar los puños de rabia: un hombre atado a un potro, desnudo de cintura para arriba suplicaba ante los azotes que le aplicaba uno de los gorilas con una especie de "gato de nueve colas"9.

Según Holmes, el torturador –que se llamaba Anteo Barrodos; al menos el indigente le llamaba así en sus súplicas- se aplicaba con todas sus fuerzas, e incluso se burlaba de él, tratándole de lloriqueante10.

- Watson, le juro que estuve a punto de entrar al antro, arrancarle el látigo al canalla hipócrita y darle de su propia medicina. Gracias a Dios, el mendigo se desmayó antes de que yo cometiera una tontería. Viendo que su diversión se posponía Barrodos se retiró, imagino que a beber algo. Yo me había refugiado en un rincón oscuro, y cuando quedó el campo libre aproveché para entrar en la celda e intentar hablar con el pobre infeliz.

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