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Sherlock Holmes y "Los Meneantes" (III)

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CAPÍTULO III

Thurston se volvió hacia la puerta y, tras unas palabras con Dupla, consiguió que éste la entreabriera, poniendo su cuerpo en el hueco para evitar que entrásemos.

Como mis conocimientos de español son escasos, sólo pude comprender que el individuo, tan escaso de higiene física como de cualidades morales, se negaba, de manera arrogante y prepotente, a dejarnos pasar. Hacía gestos negativos con la cabeza y los brazos, y repetía “¡No!” una y otra vez.

Cuando ya parecía que tendríamos que desandar el camino, Holmes se adelantó y, en un español fluido, soltó un párrafo en tono suave, pero convincente.

El resultado fue espectacular. Dupla borró inmediatamente el gesto avinagrado y desdeñoso con que nos impedía el paso y, servilmente, no sólo se hizo a un lado, sino que se ofreció a acompañarnos al Despacho de Administración. Thurston se vengó despreciando el ofrecimiento y alargándole con desprecio una moneda de un farthing1.

Mientras Dupla huía hacia su garita, y antes de que yo pudiera pedir explicaciones, Thurston exclamó:

- ¡Holmes, es asombroso! Pero ¿cómo sabía que había robado comida de la Sociedad para sus amantes?

- Muy sencillo, amigos. Entre el mal olor de este individuo pude apreciar no menos de tres tenues rastros de perfumes baratos, de los que usan las prostitutas; recientes, porque no habían desaparecido. Uno, pase... pero tres olores indican que suele frecuentar estas dudosas compañías; además, en su desaseo hay algunos toques de pretensiones de Donjuán como el broche en el nudo del pañuelo, el clavel de tela en la solapa...

- Sí, pero ¿cómo supo que se había aprovechado de los donativos de la Sociedad, y se traía aquí a sus amantes?

- Amigo Thurston, eso ha sido un farol afortunado; pero cuando usted vea a un individuo extraído del arroyo, al que se le ha elevado por encima de la media para darle un poco de poder, y con una arrogancia y presunción como las de este sujeto, puede apostar a que explotará a los inferiores, y no se detendrá ante ninguna corrupción o hurto para conseguir sus fines. Acerté, y cuando le amenacé con contarle todo a sus superiores, debió pensar que yo era una especie de brujo: su cobardía natural le hizo un corderito en nuestras manos.

A todo esto, habíamos entrado en el Gran Comedor, donde unas grandes mesas alargadas, dispuestas en cuatro columnas, podían albergar a varios cientos de comensales. Menos de la mitad de los asientos estaban llenos, todos con hombres y mujeres mal vestidos y sucios, aunque su grado de pobreza era muy variable.

Entre las mesas, una serie de vigilantes de ambos sexos paseaban, cuidando de que no se produjeran alborotos. Antes de que pudiera fijarme detenidamente en ellos, un griterío desvió nuestra atención. En una de las mesas, un sujeto de mediana edad, bastante calvo, de lentes y barba descuidada -y dos arrugas verticales entre las cejas que le daban apariencia de gnomo malhumorado- gritaba, daba puñetazos y parecía encontrarse en un frenesí violento. Los insultos, maldiciones e injurias con las que nos apostrofaba -y que luego me tradujeron mis amigos- eran de tal calibre, que ni la más suave puedo transcribir aquí.

Una de las tres mujeres que vigilaban la sala se adelantó. Era gruesa, de cara aparentemente indolente pero con un rictus cruel en la boca.

- ¡Diecisiete! - Hasta yo entendí la palabra, aunque no supe lo que significaba. Unos cuantos sujetos, de los más patibularios entre los que patrullaban, agarraron al mendigo y se lo llevaron a rastras hacia otros cuartos.

Thurston nos explicó mientras nos alejábamos de allí.

- Al indigente le llaman Ardilla, por la movilidad que mostraba en la Sociedad, al principio, de aquí para allá. Pero de vez en cuando, cada vez con más frecuencia, le dan esos horribles ataques con insultos, espasmos, agresividad contra él y los de alrededor. Los vigilantes aplican las reglas más estrictas para mantener el orden en el comedor y todo el domicilio. Así, la Hermana Ana, a quien han visto actuar ahora, considera que solo hay dos penas posibles: 20 latigazos, para penas graves; 17, para casos más leves, como en este caso. Por eso, a la Hermana Ana, los mendigos la apodan VeinteDiecisiete.

- ¡Imposible! ¡Es un enfermo mental! ¡No es un delincuente!2

Thurston suspiró.

- Watson, por eso os llamé. Hay mucha, mucha maldad en esto. Os ruego a los dos que avancéis conmigo hasta el fondo de la habitación, mientras observáis de manera disimulada. Los dueños nombraron los administradores, y estos a su vez los vigilantes; todos pertenecen a una especie de secta ultrapuritana llamada CHUPI3. Los brutos que arrastraron a Ardilla y ejecutan los castigos no, esos son simples gorilas. Pero avancemos hacia la oficina.

- ¡Alto! ¿Dónde van ustedes?

Una de las vigilantes, una Monja muy obesa, con gran papo, se había encarado con nosotros. Sonreía cruelmente, mostrando una mella donde le faltaba un incisivo superior.

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