René Robert y el suicidio de la sociedad indolente
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En una céntrica calle de un barrio pijo de Madrid había una puerta grande y pegado a ella un hombre sentado con un abrigo sobre los pies y un sombrero boca arriba. Era un pobre, de esos pobres que los ricos desprecian y necesitan a la vez. Los odian porque consideran que son algo sucio, degradado y feo que ofende a la vista, pero también los necesitan porque con ellos, de vez en cuando, pueden practicar la caridad cristiana, un día que les pilla bien o al salir de misa, antes del vermú o de vuelta al hogar con los pastelitos de domingo