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La [pen?]última vez que expulsamos a los Borbones (I)

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El 16 de marzo de 1931, el Almirante Juan Bautista Aznar, Presidente del Consejo de Ministros de la Monarquía de Alfonso XIII desde el 18 de febrero, publicaba en la Gaceta de Madrid (futuro BOE), la convocatoria de elecciones municipales para el 12 de Abril de 1931.

El resultado de estas elecciones mostró que, como dijo el propio Rey en su despedida “no tengo hoy el amor de mi pueblo”. Aunque los defensores de la Monarquía insisten en el número de concejales de adscripción monárquica - superior a los republicanos - para señalar una victoria de los partidarios de la Monarquía y, por tanto, una deslegitimación de la República, lo cierto es que el número de votos de los republicanos debió ser muy superior al de los partidarios de la continuidad de la Monarquía.1

¿Qué había pasado para que un Rey que había despertado bastantes ilusiones, por la instauración del “turno pacífico” entre liberales y conservadores durante su minoría de edad, y por su propia personalidad castiza, campechana y dicharachera, recibiera semejante "bofetada"?2

En primer lugar, el “turno pacífico” - aunque dio al país una apariencia de normalidad y de progreso económico (favorecido luego por la neutralidad durante la Gran Guerra) - no solucionó las tensiones sociales, que provocaron una agitación (atentados anarquistas, huelgas, represión de las fuerzas de orden) que llegó a ser insostenible ya entrado el siglo XX, cuando los revolucionarios se "crecieron" con el ejemplo de Rusia y su transformación en una República Soviética. La Dictadura de Primo de Rivera pudo esconder estos problemas, pero no los solucionó.

Otra causa de su descrédito es, precisamente, el apoyo a la Dictadura. No cabe duda de que el pronunciamiento del general tuvo inicialmente buena acogida entre las clases dirigentes, los políticos y buena parte de la ciudadanía (incluso llegó a contar con la colaboración del PSOE y la UGT), y su momento de mayor popularidad fue en 1925-27, tras el desembarco de Alhucemas y la pacificación del Protectorado. Sin embargo, tras 1928, el rápido deterioro de imagen del Gobierno arrastró a Alfonso XIII, que había acogido la Dictadura con entusiasmo y se había significado mucho en su apoyo (luego veremos el porqué). Su intento final por apartarse de Primo de Rivera no mejoró precisamente su imagen ni entre el pueblo español ni entre las clases dirigentes y la parte de la ciudadanía que había apoyado al Dictador.3

Pese a lo que pareció un “final feliz” de la Guerra de Marruecos (o del Rif), este conflicto fue tremendamente impopular en la sociedad española, que la veía como una sangría para la juventud - sobre todo de las clases humildes - y como beneficiosa sólo para los militares africanistas, los empresarios de armamento y otros especuladores, y en general para determinados poderes fácticos. Ya en 1909 – incluso antes del inicio de la guerra propiamente dicha- una leva forzosa, la respuesta ciudadana, y la dura represión posterior, en lo que fue la “Semana Trágica” de Barcelona, mostraron que no se trataba de una guerra querida por los españoles “de a pie”.

Alfonso XIII se implicó en ella: a la vuelta de un viaje a Melilla, en 1911, el pelotillero Eduardo Montero Ríos le nombró con el apodo “El Africano”. Obviamente, conforme la guerra se iba complicando, y no digamos tras el Desastre de Annual (1921), el sobrenombre hacía cada vez “menos gracia” en Palacio. Por si fuera poco, trascendió a la sociedad española que Alfonso XIII había apoyado con entusiasmo la irresponsable campaña que había llevado a la derrota.4

El Desastre de Annual conmocionó a España y fue objeto de una investigación, que el Ministro de la Guerra (Luis de Marichalar y Monreal, Vizconde de Eza) encargó al general Juan Picasso. El “Expediente Picasso”, que así se llamó, fue poniendo de relieve la falta de preparación e impericia de los soldados españoles, la corrupción en quienes debían suministrar armas y suministros en condiciones a la tropa y se embolsaban cuanto podían, la imprudencia o negligencia de los mandos superiores, e incluso la cobardía y egoísmo criminal de muchos oficiales, que intentaron salvarse abandonando a sus hombres.

La investigación de Picasso nunca llegó a ser presentada como estaba planeado, porque lo evitó Primo de Rivera. Como sabemos, el Pronunciamiento fue aceptado efusivamente – si no fue él el que lo montó- por el Rey. Durante la Dictadura, se dio carpetazo al Informe de Picasso; se eliminaron los investigadores “hostiles” al Ejército y el Rey, y finalmente se presentaron (Junio de 1924) unas conclusiones expurgadas de casi todo lo “peligroso”. Obviamente, conclusiones manipuladas condujeron a unas muy leves condenas, casi simbólicas, que fueron indultadas por Alfonso XIII en unos pocos días (4 de Julio de 1924). Y no era que el pueblo español no se lo imaginase.5

Así que Alfonso XIII ligó la supervivencia de su Régimen a la suerte de un general y una Dictadura. Luego abandonó a quien había elevado al poder. y con ello se malquistó con los que vieron el abandono de Primo de Rivera como una traición egoísta. Nunca había aceptado un papel meramente representativo como monarca; intentó parecer como el gobernante benévolo pero que dirigía el país a través de un “turno pacífico” (que siempre trató de tener a su servicio). Su idea de la tarea monárquica era tener unos políticos que hicieran el trabajo mientras él se dedicaba a una vida de rey (lo que, por cierto, incluía una extremada afición por la producción y filmación de películas pornográficas [imagen]); es cierto que impulsó iniciativas filantrópicas (incluso de su dinero “particular”, si se puede llamar así el que sacaba de su Jefatura del Estado) pero, en el fondo, a veces se acercó más a un monarca absoluto, caprichoso, tomando decisiones irreflexivas, pero buscando chivos expiatorios “por si acaso”, que a un monarca moderno y democrático.

Incluso en su despedida, está lejos de ser el caballero generoso que sus partidarios nos han vendido siempre.6 Se va porque le echan, pero él dice que lo hace para evitar la Guerra Civil (cinco años después apoyó entusiásticamente la que provocaron los militares golpistas); no renuncia a sus derechos dinásticos; dice que "Hallaría medios sobrados para mantener mis regias prerrogativas en eficaz forcejeo contra los que las combaten" pero es dudosísimo que pudiese contar a su favor con una parte significativa del Ejército. Bien es cierto que un grupo de cortesanos aduladores se mantuvieron a su lado, instándole a resistir, pero fueron los menos, y con escaso apoyo.7 Y bastaba con asomarse a las calles de Madrid, o de cualquier ciudad importante española, para ver que los españoles estaban por la República.

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