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El peligro de reinterpretar los sucesos desde nuestra perspectiva actual: El Crimen de Don Benito

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Desde siempre existe una tendencia a reinterpretar los hechos pasados desde la ideología o los conocimientos del que hace el análisis. Así, por ejemplo, los griegos transformaron a los persas en “bárbaros” (y no sólo con el significado de extranjeros); los judíos yahvistas reescribieron su propia historia (y la de los pueblos que conocían) desde su óptica religiosa y, para no seguir, ha sido regla general de quienes viven en un siglo creer que los ancestros eran unos cazurros que… "menos mal que hemos llegado nosotros".

Pero... rebátanme si me equivoco: da la impresión de que, en estos últimos años, esta manía de "corregir" la Historia se ha acelerado, y aún ampliado; de manera que cada vez es más frecuente la re-evaluación de los hechos históricos, desde los más importantes hasta los más insignificantes, según la triple mirada (como mínimo) de lo feminista, lo identitario y la lucha de clases.

Así, es cada vez más fácil encontrar libros, revistas, seminarios, artículos, etc, donde se rescatan personajes femeninos para ensalzar una transcendencia que no tuvieron o, alternativamente, justificar o negar hechos perversos que cometieron. Tampoco es raro ver que el “hombre blanco” es presentado como causa y culpable de la violencia o la esclavitud (como si las hubiesen inventado ellos; o como si, durante siglos, el comercio de esclavos no fuera el negocio dominante en el mundo musulmán, África del Norte y Subsahariana). Ni extraña ver que se justifican atrocidades cuando las comete un grupo autoproclamado “marxista”.

Hoy me voy a dedicar a algo menos “grandioso”, y que pasa más inadvertido, aunque sea porque la mayoría de la gente no tiene acceso a las fuentes para darse cuenta de la manipulación. Me refiero a la interpretación “de novo” de los sucesos y los casos judiciales desde la ideología.

Por ejemplo, en pocos años se han publicado un par de libros (y muchos artículos) defendiendo la memoria de Enriqueta Martíla vampira del Raval” que, según estos trabajos, no sería la asesina en serie que ha pasado a la leyenda, sino que “sólo” sería responsable del secuestro de una niña, hecho más o menos "justificable" por un trastorno mental. Y, afirman sus defensores, la supuesta "leyenda negra" en torno a ella se debe a que fue un chivo expiatorio para ocultar una red de tráfico de menores con fines sexuales y de adopción de niños, organizada en beneficio de "las clases pudientes” de Barcelona.

Como Enriqueta nunca llegó a juicio (murió en la cárcel), la labor de quienes quieren desmontar su culpabilidad es fácil: analizan los periódicos de la época (a cada cual más sensacionalista) y algunos informes policiales. De ellos, mediante una labor de “cherry picking”, se selecciona lo que interesa, para remarcarlo, y se desestima lo que no interesa. Se reconoce el secuestro de Teresita Guitart (no hay más remedio, dadas las pruebas) pero se desestiman las denuncias de otras madres que acusaron a Enriqueta; la presencia de huesos en su casa y en otros domicilios que ocupó antes es desestimada como prueba porque “no se pudieron demostrar que fueran recientes y de niños” (lo cual, como digo, es fácil, porque no se llegó a juicio ni las determinaciones de laboratorio estaban tan avanzadas como ahora). Y así con el resto de las pruebas.

No creamos que la reinterpretación se limita a los casos españoles. Hace poco he leído, en una página web dedicada a crímenes famosos, que el “mito” de la Bestia de Gevaudan (que causó entre 88 y 124 muertes en esa región occitana entre 1764 y 1767; recordarán la película “El Pacto de los Lobos”) estaba relacionada con una especie de conspiración para ocultar pederastia, machismo, dominio de las clases pudientes.

Pasemos a mi caso, señoría.

Sabemos que las condenas a los presuntos asesinos no se basan en el 100 % de la coincidencia de pruebas y testimonios, sino en que “no haya duda más allá de lo razonable”. Es decir, pequeñas contradicciones de los testigos, pequeñas discrepancias en los horarios, no pueden alterar la convicción de que un acusado es culpable, si otras pruebas apoyan esa conclusión.

A principios del siglo XX, los análisis de grupos sanguíneos, huellas dactilares, y mucho menos la comparación de ADN, no existían o no estaban disponibles para la investigación policial. La antropometría judicial (las medidas de las partes del cuerpo humano como medio de identificación del ser humano) fallaba más que acertaba, sobre todo si se basaba en las declaraciones de testigos.

Está claro que analizar los casos de hace un siglo, sin comprender las limitaciones que obligaban a los jueces a decidir sobre inocencia y culpabilidad de un acusado sin los medios actuales; y desacreditar sus sentencias con la soberbia de quien mide el pasado creyendo que somos la cumbre del conocimiento, ni es difícil ni debería merecer mayor atención.

Para ejemplo, voy a referirme al Crimen de Don Benito de 1902.

En la noche del 18 al 19 de Junio de 1902, en la localidad de Don Benito (Badajoz) fueron asesinadas en su casa dos mujeres: Catalina Barragán, la madre, de unos 52 años, recibió 7 puñaladas; y la hija, Inés Mª Calderón, de 18 años, 21.

Fueron condenados por este crimen Carlos García de Paredes, de 32 años, perteneciente a una poderosa familia de caciques extremeños, crápula y pendenciero; su compinche de juergas, Ramón Martín de Castejón, de 56 años, que vivía de "gorrón" de su compañero; ambos fueron condenados y ejecutados en el garrote el 5 de Abril de 1905. Así mismo, el sereno Pedro Cidoncha fue condenado a 20 años de cárcel por facilitarles el acceso a la casa de las víctimas. Nunca salió de la cárcel, pues murió en ella pocos años después.

Lo que voy a decir a continuación no es, ni mucho menos, una impugnación de la sentencia, ni creo que existiese un error judicial. Según los procedimientos de entonces, muy probablemente, la condena fue adecuada. O, al menos, no tengo datos para creer que fuera injusta. Ahora bien: quiero que se entienda lo fácil que sería escribir un libro defendiendo la existencia de una injusticia judicial.

Me baso en el excelente libro del dombenitense Daniel Cortés, www.amazon.es/crimen-Benito-Daniel-Cortés-González/dp/132616564X, que repasa las hemerotecas y las actas judiciales del proceso; y, en ocasiones, pude consultar fuentes antiguas que hacían referencia al caso.

Lo primero que hay que destacar es que, pese a que este caso ha sido destacado, y ganó fama, como un triunfo popular contra un invulnerable caciquismo (en este caso se basa el libro “Jarrapellejos” y la película del mismo nombre) la realidad es un poco más complicada. Existía caciquismo, por supuesto, y muy poderoso; pero también existían los movimientos revolucionarios (en Don Benito, sobre todo, de orientación anarquista) que influían – y no poco – en las movilizaciones populares y, a través de ellas, en el desarrollo de los hechos.

Además, y según leemos en la prensa de la época, la indignación popular no cargó inicialmente contra el cacique. Aunque actualmente se vende que, desde el principio, todo el mundo achacaba a García de Paredes los crímenes; y que nadie en Don Benito dudaba de su culpabilidad, los periódicos de la época muestran una realidad muy diferente.

Inicialmente se detuvo a un joven pretendiente de la muchacha (Saturio Guzmán) y un oftalmólogo (Carlos Suárez y Flores) que tenía subarrendada una habitación en la casa de las víctimas. Pues bien; creyendo el populacho que el culpable era el médico, acosaron sus traslados de la cárcel al Ayuntamiento (donde se celebraban las vistas) y, en una ocasión, estuvieron a punto de ahorcarle. Unos dicen que le salvó el capitán de la Guardia Civil, otros que el propio Juez de Instrucción.

Sirva esto para hacernos entender que, al menos en un principio, no parecía tan clara la culpabilidad del cacique. Y que el juicio del pueblo, constituido en “Fuente Ovejuna” no es siempre infalible.

Bueno; pues, pocos días después del crimen, el 23 o 24 de Junio, ya se había detenido a Carlos García de Paredes; y el día 26 se realiza un registro en su domicilio (de lo que se desprende que, pese a la "protección de su familia", tampoco debía ser tan impermeable a la acción de la Justicia); no se encuentran pruebas concluyentes.

En realidad, las pruebas de convicción eran bastante endebles, según leemos en el libro de Daniel Cortés, aunque el autor no tiene duda alguna de la culpabilidad de los posteriormente condenados:

- Carlos García de Paredes, como he dicho antes, era un crápula de vida licenciosa, alcohólico y pendenciero. Si repasamos los testimonios, casi todos (con una excepción) hacen referencia a hechos anteriores (haber apaleado a un sereno; haber violado a una mujer de su familia discapacitada) de cuyo castigo, supuestamente, se había librado por la protección de su familia, en lugar de presentar pruebas sobre el crimen de 1902.

- En su casa se encontraron unas ropas con sangre (una americana y unos zapatos), que tras ser limpiadas por su criado (que inicialmente también fue detenido como encubridor) no habían "salido". El hermano de Carlos García de Paredes explicó que eran sangre de una liebre que habían cazado. En esos tiempos no existía forma de determinar en laboratorio el animal del que procedía la sangre. No obstante, es destacable que el criado fue liberado sin cargos; y que la carnicería hallada en casa de las víctimas hace imposible que, de haberse empapado la ropa de García de Paredes con la sangre de los asesinatos, el criado confundiese las manchas con las de una liebre cazada.

- Las demás pruebas, aparte de los testimonios de la gente que le acusaba de violento, borracho y pendenciero, eran parecidas. Son del estilo de una huella de zapato sobre la sangre en el zaguán que “corresponde en su forma y tamaño con los que usaba el presunto asesino…”.

En cuanto al otro acusado del crimen, Ramón Martín de Castejón, las pruebas aducidas contra él son similares: testimonios sobre su glotonería, haber dilapidado la fortuna heredada en fiestas y comilonas, su costumbre de acompañar a García de Paredes “de gorrón”, y haber sido pretendiente, en tiempos, de la más anciana de las víctimas.

Un registro en la casa de Castejón no encontró otras pruebas que unos pantalones, que Castejón dijo pertenecer a uno de sus hijos, y que presentaban unas manchas sospechosas. Sin embargo, según los periódicos de la época, el laboratorio encontró que no eran de sangre. Lo que no obsta para que, desde entonces, se siga afirmando que eran “manchas de sangre que no habían salido tras varios lavados”.

Se interrogó a estos tres acusados:

- Carlos García de Paredes, como “señorito”, no fue maltratado físicamente; sin embargo, se le sometió a privación del alcohol y, siendo alcohólico, padeció un acceso de Delirium Tremens donde confesó todo aquello que se le pedía. Posteriormente, tras recuperarse, se retractó de su confesión y murió declarándose inocente.

- Ramón de Castejón tampoco fue torturado físicamente y murió proclamando su inocencia.

- Pedro Cidoncha, el sereno, fue torturado (era un pobre diablo) y amenazado con la pena de muerte y confesó. Luego se retractó y, durante el juicio, protestó reiteradamente que su confesión había sido forzada por el juez y la Guardia Civil. Seguramente su testimonio no hubiese sido válido hoy en día.

Es decir: a excepción de un testimonio, que veremos en seguida, todas las pruebas eran rumores sobre la mala fama de los sujetos, odio personal del pueblo hacia la familia de García de Paredes y, especialmente, contra él mismo, y… nada más.

¿Qué cambió todo?

El día 1 de Agosto (40 días tras los asesinatos) compareció ante el Juez de Instrucción un joven labrador llamado Tomás Alonso Camacho, que explicó lo que, desde entonces, ha sido el relato canónico. Según dijo, encontrándose en Don Benito (él era de fuera) vio a Don Carlos (a quien conocía) con otro señor mayor, escondiéndose cerca de una casa, mientras el sereno convencía a la dueña del domicilio para que le abriera con una excusa; momento que aprovecharon los emboscados para meterse dentro. Alonso, en el juicio, reconoció también a Ramón de Castejón y a Cidoncha como los otros protagonistas del hecho.

Lo cierto es que toda la acusación se sostiene en el testimonio de Alonso y su reconocimiento de los presuntos asesinos; pero este testimonio, desde el punto de vista actual, tendría varios problemas:

- En primer lugar, el tiempo pasado desde el crimen ¿por qué no se presentó antes? Las fuentes varían sobre su explicación: Tomás dijo que vivía en un lugar alejado de Don Benito, con su madre enferma, a la que cuidaba. El día 18 había viajado al pueblo para encontrarse con una moza; habiendo llegado temprano para la cita, entró en un centro de recreo [sic], donde se durmió. Cuando despertó (01:00 a.m. del día 19) se dirigió al lugar de su cita, pero la muchacha ya se había marchado. Cuando se disponía a volver a su lugar se encontró con la escena que describió. Respecto a la tardanza, Tomás explicó que se había callado en los primeros momentos por temor a que su madre empeorara [¿¿??]; pero que, remordiéndole la conciencia, había contado el hecho a un tío suyo, que le había inducido a presentarse y declarar ante las autoridades.

- Deberíamos destacar que algunas otras versiones (publicadas en periódicos, no declaradas ante los tribunales) hablan de que Tomás, en algún momento, dijo no haberse enterado del crimen hasta un par de días antes de su testimonio (pero el crimen era la comidilla, no sólo de toda la comarca, sino que incluso todo Madrid hablaba de él); y, quizás, la más peculiar de todas las excusas, que dio un periódico al día siguiente de su declaración: que había callado por miedo a su padre y lo que pudiera decir de su vagabundeo nocturno “de mujeres” en lugar de volver a su casa.

- El caso es que se había prometido una recompensa de 500 pesetas (una pequeña fortuna, entre 15000 y 25000 euros actuales) que podía, desde luego, cambiar la vida de un pobre campesino de entonces. También que Tomás, tras su declaración sorpresa de Agosto, que lo convirtió en un famosete de la época en su región, había viajado a Badajoz para entrevistarse con un Teniente Coronel de la Guardia Civil, a quien pidió una colocación.

- También deberíamos saber que el familiar que alentó la denuncia de Tomás Alonso era Don Guillermo Paniagua, un conocido médico de ideología republicana y progresista (y por lo tanto enemigo de los García de Paredes).

- Hubo también polémica con respecto al reconocimiento de los acusados por Tomás Alonso. El único al que dijo conocer de antes, García de Paredes, era de sobra conocido - y odiado - en la región. En cuanto a los otros dos, Castejón y Cidoncha, fueron identificados por Tomás en una rueda de reconocimiento... después de una visita del labrador a la cárcel, donde sin duda le señalaron a los acusados.

Pese a estas contradicciones y objeciones, que por supuesto las defensas no dejaron de señalar, el testimonio de Tomás Alonso fue tomado como oro de ley (pues coincidía con la opinión popular y el odio a los “señoritos” y, concretamente, a Carlos García de Paredes).

Por si fuera poco, aunque hoy nos parezca una aberración, en un proceso con opiniones tan enconadas, el juicio se celebró en el propio Don Benito (con manifestaciones contra los acusados cuando se les trasladaba a las sesiones y amagos de motín cuando corría el rumor de que iban a ser trasladados a otro lugar o si la Guardia Civil trataba de evitar enfrentamientos) y el Jurado fue sacado, a sorteo, entre los vecinos del propio pueblo.

Como digo, no digo que fuesen inocentes. Digo que hay material sobrado para que alguien escriba un libro denunciando un juicio sin garantías… libro que nadie escribirá.

El propio Daniel Cortés, escritor del libro de donde he sacado la mayoría de las fuentes, decía cuando le entrevistaron con motivo de una reedición, en 2015: «El crimen, aunque no fue un proceso del todo justo, sí supuso un cambio evolutivo de la sociedad de Don Benito, donde se produjo la liberación del caciquismo a nivel local»

Cuando tienes que justificar un proceso sin las garantías suficientes con que eso ha causado un cambio en la sociedad… es que igual no tienes otros motivos.

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