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lectorcritico
Imagínense ustedes a qué cabecita loca se le podía ocurrir que una persona en aquellos desiertos árabes donde el agua no abunda y el sol castiga, podría estar pensando en otra cosa que no fuese beber agua después de aguantar al sol una media de 16 horas. No, cuando una persona tiene sed, no puede dejar de pensar en el agua, en toda el agua que podrá beberse cuando se ponga el sol.

Lo digo por experiencia: durante muchos años guardé el Ramadán, y no recuerdo tener tiempo de hacer una introspección ni ligera ni profunda, porque tanto mis hermanos, mis primos, y vecinos lo único que hacíamos durante el día era dormir, si podíamos, y atormentar a nuestras madres pidiéndole por favor que nos hiciera este plato o aquel otro para el iftar, la primera comida del día después de la puesta del sol.


No había tiempo de pensar en los demás, al menos no más que el resto del año, porque entre el trabajo o los estudios, la lengua de trapo y el estómago aullando por unas migajas y esperar con ansia la caída de la tarde, se nos pasaba el día.




Todo esto se agrava cuando además de hacer Ramadán, lo haces por obligación, sea social o familiar.

Yo tenía 8 años cuando me vino la primera regla; a partir de ese día ya se me consideraba una mujer, por lo tanto, entre otras obligaciones propias de mi sexo, tenía que cumplir con la religión guardando el Ramadán. Recuerdo desmayos en el cole y los bocadillos del recreo de mis compañeros. La sed y la larga espera hasta el iftar.
A esa edad, solo podía pensar en el agua, porque al cabo de unos días el apetito se va, Y aunque te pasas el día relamiéndote pensando en esa dulce chebaikia o en el pollo con ciruelas que está preparando tu madre, cuando llega la hora de comer, solo te entran cuatro cucharadas de sopa y algún dulce, y agua, ¡mucha agua!
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