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Campo de concentración

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—Ah…, llegas hasta mi alma, Sacchetti. Pero después de todo, hay una razón para mi tontería y sofistería. Considera a tu Católico Creador un celador de esta prisión-universo, y tendrás exactamente el argumento que Aquino, ese tonto, sofística: que solamente sometiéndonos a Su voluntad seremos libres. En realidad, como Lucifer bien sabe, como yo lo sé, como tú por supuesto sospechas, solamente se puede ser libre haciéndole un palmo de narices.
—¿Y tú sabes a qué precio se paga eso?
—El salario del pecado es la muerte, pero la muerte es, además, el premio a la virtud. Necesitarás un espantajo mejor que ése. ¿El infierno, tal vez? ¡Pero si éste es el infierno, y yo tampoco estoy fuera de él! Dante no tiene espanto alguno para los reclusos de Buchenwald. ¿Por qué no protestó tu santo Papa Pío XII por los hornos nazis? No fue por prudencia o por cobardía, sino por un instinto de libertad a la sociedad. Pío sintió que los campos de muerte eran la mayor aproximación que hiciera el hombre mortal al plan del Todopoderoso: Dios es la voluntad de Eichmann en libertad.
—Bueno, bueno… ¿lo dices en serio? —dije—. Porque hay ciertos límites.
—En serio —insistió Mordecai, paseándose más rápido por la habitación—. Considera ese principio fundamental de organización de los campos: que no hay relación entre la conducta de los prisioneros y sus recompensas o castigos. En Auschwitz, cuando uno hace algo mal se le castiga, pero es igualmente probable que sea castigado cuando hace lo que se le dice, o aún si no hace nada. Es bastante evidente que el Creador ha organizado Sus campos bajo el mismo modelo. Para citar sólo una línea del Eclesiastés, una línea que mi madre creía que tenía una referencia especial a su propia vida, «hay un hombre justo que se marchita en su juventud, y hay un hombre perverso que perdura en su perversidad». Y la sabiduría no es más útil que la justicia, ya que el sabio muere al igual que el tonto. Desviamos la vista de los huesos de los niños carbonizados que hay fuera de los incineradores, pero ¿qué hay de un Creador que condena infantes, casi siempre esos mismos, a los fuegos eternos? Y exactamente por la misma falta en cada caso: un accidente del nacimiento. Créeme, algún día Himmler será canonizado. Después de todo, Pío ya lo está.

Thomas M. Disch, Camp Concentration (1968)

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